Parana Medio - Un mundo para descubrir
No angler merely watches nature in a passive way. He enters into its very existence. John Bailey - Reflections on the water’s edge.
Todo ser viviente parecía estar detenido en el tiempo bajo el ardiente sol de medio día en la pequeña explanada natural donde intentábamos bajar el bote. La playada de arenisca roja era el final de una tortuosa huella que se perdía entre los caseríos de la colina cercana, un pueblito olvidado y sin nombre al norte de La Paz. Elegantes canoas talladas en madera dura por los habitantes de la ribera apenas se mantenían a flote, acariciando la crujiente arena de la orilla, disputando un lugar a los camalotes que traía en masa la esperada crecida del río, ejército vegetal implacable que flotando lenta pero seguramente en poco tiempo cubriría cada centímetro cuadrado de agua con una alfombra verde adornada de elegantes flores violetas. La tierra inundada por la crecida del Paraná y sus afluentes, brillaba como una fuente de plata recién lustrada, lastimando los ojos que se atrevieran a retar a esa simbiosis periódica entre la tierra y el agua que aparece con las crecidas. En los terrenos elevados, el monte blanco con sus grandes árboles, enredaderas, lianas y cañas, rivaliza en belleza con la selva tropical, manteniendo alejados a los inexpertos que desconocen sus huellas y senderos. Solo los isleños se animan en esa maraña.
El aire estaba caliente y pesado, una sensación de opresión cubría todo y no había sonidos que no fueran los que producía el bote abriéndose paso por el embalsado de camalotes mientras buscaba un paso hacia las aguas limpias donde estaban los dorados.
A lo lejos el Paraná corría turbulento, arrastrando todo lo que intentara oponerse a sus aguas leonadas, llenas de sedimentos que todavía seguían fluyendo por sus afluentes desde que se elevaron los Andes en el Cretáceo.
Metro a metro nos adentramos en un mundo de bañados donde el agua se había hecho dueña de las zonas bajas, adquiriendo una sensualidad y transparencia que rivalizaba solo con la belleza de los seres que habían hecho de ese sitio, su morada.
Hay muchos pescadores en esas aguas, los conozco a todos porque los veo pescar desde la primera vez que fui a buscar dorados a esos parajes de atardeceres sanguíneos. Los que allí pescan lo hacen para colmar sus necesidades pero no usan cañas, reels o moscas como nosotros. Tampoco son pescadores furtivos ya que los bajíos son sus santuarios y en todo caso, nosotros somos los que invadimos furtivamente sus territorios lanzando moscas por todos lados mientras disfrutamos ese estado de gloriosa incertidumbre que precede al tirón violento del dorado. Los verdaderos herederos de ese reino son los seres que lo habitan, la prehistórica tortuga cubierta de algas que con un fulminante movimiento de su cuello, atrapa mojarras que descuidadamente se apiñan en la salida de un chorrillo de agua fresca, el Martín pescador que emerge tras una zambullida perfecta con un bagrecito en el pico, volando a su percha en lo alto para tragarlo a gusto luego de matarlo con un golpe seco contra la rama. Una gran garza gris nos enseña a movernos con sigilo antes de dar la estocada final mientras los aparentemente lentos yacarés coquetean con las palometas antes de llenar sus acorazados cuerpos con una buena cantidad de ellas. Tristemente ya casi no se ven lobitos de río, quienes supieron ser los mejores en el arte de pescar, pero oí que algunos se ocultan en los sitios más remotos y han logrado por el momento escapar de los cazadores de pieles.
Cuantas veces nos hemos detenido olvidando nuestra pesca para mirar a esos genuinos pescadores al tiempo que nuestros sentidos se ven invadidos por los aromas de una tierra no cultivada macerada hasta su punto justo por el sol tropical. Son las sensaciones que realmente quiero recordar durante los meses que paso alejado de los dorados.
El bote seguía remontando el riacho Espinillo al norte de La Paz en busca de las aguas claras que bajaban por el río Guayquiraró y el río Corriente. Carpinchos gordos como cerdos nos miraban mientras se asoleaban en una orilla alta al tiempo que centenares de aves protestaban molestas por el ruido del bote. Verlas no requiere ninguna preparación previa ni expedición exótica, simplemente están presentes a todo lo largo del Paraná y su intrincado sistema de tributarios, tan abundantes como las flores que tapizan las orillas.
Dos halcones caracoleros que se sostenían sin esfuerzo en lo alto bajaron a sus postes favoritos adornados en la base por cientos de caparazones vacías de moluscos que se blanqueaban al sol, prueba de la certeza de las garras de estas aves entre las plantas acuáticas.
Pronto llegamos a la boca de uno de los tantos arroyos sin nombre producto de la crecida , en ese lugar agua limpia proveniente de las zonas anegadas se volcaba en el cauce principal formando un semi círculo de agua negra donde jugueteaba una espuma color marfil. Varios biguaes espantados remontaron vuelo mientras dejaban en el agua círculos cada vez más espaciados, una buena señal porque estos piratas negros solo están donde pasa carnada como llaman los ribereños a los peces chicos que nadan pegados a la costa.
Miré con atención mi colección de moscas, de nombres y nacionalidades diversas, una colección formada tras años de pesca errante por los más interesantes destinos. Sabía perfectamente las moscas que el dorado prefiere pero en esos momentos no me interesaba usarlas, pensaba si los dorados tomarían con gusto una robusta tube fly diseñada para ríos poderosos como el Gaula y el Aaroy en Noruega o tal vez uno de los coloridos tubos que me regalo un buen amigo luego de su paso por Mongolia en busca de los enormes Taimen, ese pariente cercano del salmón que se mide por metro en vez de kilos. Después de todo el dorado tiene una gran debilidad, es vulnerable porque tiene que comer y cuando decide hacerlo nada está ha salvo de su terrible mordida. Sin apuro, como si todavía no quisiera mojar la línea enhebré un tubo anaranjado y negro al leader de acero, probándolo cerca del bote para ver como nadaba. Satisfecho traté que llegara naturalmente a la corriente elegida cuidando el lance para evitar que una mosca errante pusiera nervioso al baqueano que no podía entender que pretendíamos pescar con plumas y latitas como llamaba a moscas y cucharas.
Disfruté profundamente ese momento de tensa expectativa que se da ante cada lanzamiento a lo desconocido mientras la línea silbaba en los pasahilos.
Uno de los lances cayó justo donde debía, el leader dio vuelta la mosca que golpeó el agua con un sonido atractivo. La línea se deslizaba entre el dedo índice y el corcho animada por tirones cortos pero veloces que daban gran vida a la mosca en el agua que por momentos parecía fosforescente.Un dorado detuvo la mosca justo en el lugar esperado, apenas unos metros debajo del sitio donde la corriente empezaba a acariciar el carrizal. Al principio pareció un enganche en los gruesos tallos pero la trepada de la línea a la superficie justo antes que el dorado tomara vuelo no dejaba duda alguna. Imposible no enamorarse de un gran dorado cuando salta, es un milagro de oro y bronce que nos regala mientras pelea, un arcoiris de colores imposibles en otros peces con escamas. Tras el salto uno espera unos segundos para que el dorado se de vuelta y corra escapando con el bocado que sus congéneres tratan de arrebatarle, es el momento de tensar la línea con la caña baja para que el anzuelo busque la comisura de la boca. Entonces nuevamente el mundo estalla en la superficie porque el dorado vuela y vuela contorsionando el cuerpo mientras agita la cabeza violentamente mostrando sus rojas branquias tratando de librarse del molesto engaño. A veces saltan por encima de nuestras cabezas grabando su figura en el cielo tropical y nuestras retinas, para luego caer de costado sin importarles el golpe que estalla la superficie. Uno trata de bailar al ritmo del dorado evitando que la línea se enganche en todo lo que cargamos en el bote mientras intenta desesperadamente juntar la línea suelta en el reel. La última vuelta floja se tensa con un chasquido seco al tiempo que el reel entona su canto de guerra y el backing persigue al dorado. Los primeros minutos en la pelea con un buen dorado nos brinda más emociones que peleas enteras con otros peces. De repente la línea se afloja y el alma se derrumba. Se corto el leader?. Poco probable, lo más seguro es que otro dorado en esos momentos de locura cuando tratan de arrebatarle la mosca al que tenemos clavado corte el leader al pasar por delante. Solo queda seguir probando.
El dorado fue parte del alimento milenario de muchas tribus nómades que seguían las migraciones de los peces, incluso luego el dorado lo consideraron sagrado pero hoy esta siendo diezmado por alguien que se denomina Homo sapiens.“Ahí comió otro”, gritó alegremente el baqueano mientras trataba de enganchar un cabo en los carrizos para frenar el bote. Las ondas en la superficie luego del coletazo sonoro del dorado se iban ampliando al tiempo que la mosca volaba por el aire. Ni bien la mosca tocó el agua el dorado arremetió en medio de una ola donde se apreciaba su lomo verdoso y aletas rojo anaranjadas. Pareciera que a veces siguen la mosca que vuela para tomarla justo cuando toca el agua, no se puede explicar de otro modo un pique tan instantáneo.
“Debe tener como siete kilos”, le comenté al baqueano cuando saltó muy cerca del bote mojándonos a todos. De inmediato buscó el agua honda tirando como un buey salvaje saltando al final, corto y pesado, la cola salpicando reflejos rojos de un sol que ya buscaba perderse en el horizonte. Varios saltos más cada vez más cerca del bote nos hicieron gritar con ganas al ver esa figura que parecía de metal fundido. Finalmente el dorado descansaba cerca del bote, una hembra perfecta sin marcas de palometas en las aletas. El anzuelo sin rebaba se soltó con facilidad permitiendo que la dorada con un giro lento del cuerpo desapareciera en esa agua color canela.
Comparar la potencia del dorado contra la de otros peces como truchas y salmones no siempre es válido ya que para el dorado usamos generalmente equipos pesados. Sin embargo cualquiera que haya sufrido la primer carrera de un dorado grande en aguas rápidas sin seguirlo, no puede menos que sorprenderse de su potencia y coraje. La primer corrida de un dorado es más poderosa y larga que la de una buena marrón, antes de darnos cuenta muchos metros de backing han desaparecido tras una estela de espuma mientras el dorado salta interminablemente cambiando sin aviso de dirección para volver como un rayo al sitio donde había tomado. El dorado es una criatura de aguas veloces y no pelea bien como las truchas en aguas quietas donde estas hacen gala de otros recursos, pero en aguas fuertes un buen dorado pondrá a prueba cada fibra de nuestro cuerpo.
El sol se ocultaba rápido y con él los dorados aparecieron en grupos atacando todo ser viviente que tuvieran cerca. Donde las corrientes escapaban nerviosas del abrazo de los carrizos las mojarras volaban por el aire abriéndose en abanicos multicolores mientras los dorados abajo arremetían en medio de sonoros borbollones. Cuando los dorados cazan lo hacen en todo el sentido de la palabra.
Nuevamente la mosca nadaba al ritmo de la corriente cuando la caña fue empujada hacia abajo por una fuerza poderosa. Antes que pudiera pensar 20 metros de backing corrían silbando fuera de la puntera. Salto solo una vez para mostrarnos su magnífico cuerpo antes de soltar la mosca y perderse para siempre. Con la caída del sol una frescura deliciosa se esparcía por el aire caliente mientras veíamos grandes peces rolando en la superficie. Uno tras otro aparecían mostrando el lomo en un juego que no entendíamos mientras el croar de las ranas se iba adueñando de la tarde interrumpido de vez en cuando por el melancólico canto de las garzas nocturnas. Algunos pájaros de errático vuelo competían con los primeros murciélagos por los insectos de la tarde que afortunadamente no estaban interesados en nosotros.
En el embarcadero de La Paz millones de mayflies opalescentes se apiñaban cerca de los faroles mientras las mojarras y cuchilletas saltaban agarrándolos en pleno vuelo.
De La Paz a Esquina el paisaje presenta cuadros de belleza natural extraordinaria. Desbordado el Paraná las aguas cubren miles de hectáreas y se deslizan en vigorosa correntada por cauces de ríos y arroyos, esparciéndose en numerosas lagunas. Ya sea en la tierra firme o las islas que adornan ese dédalo de aguas cristalinas, la arboleda se ostenta en ricas variedades. El Ingá, el Curupí, el Sauce, el Ceibo y muchos otros tiñen de verdor la orilla mientras enredaderas de apretado follaje bajan como una catarata de hojas hasta las aguas donde el oleaje levantado por botes y lanchas forma curvas caprichosas capaces de hechizar al navegante. En las lagunas el espectáculo impresionante de las Victorias regias sorprende al aventurero, ofreciendo en su bandeja esmeralda el regalo de sus atractivas flores blancas y azules. Tal es el escenario en que pone su nota móvil y colorida el veloz camalote , símbolo eterno de la crecida deslizándose a flor de agua rumbo a lo desconocido.
Por la mañana nos acercamos a una de las tantas islas cerca de Esquina donde unos pescadores arreglaban pacientemente sus redes mientras fumaban desgarbados cigarros de aroma acre y penetrante. Aunque eran recién las siete, el aire ya se sentía caliente por el suave viento que venía de los trópicos haciendo caso omiso al otoño cercano que llegaba sin apuros junto a grandes bandadas de aves que pasaban hacia el norte. Tres canoas pintadas con pintura barata de alegres colores descansaban en la orillas con todas las pertenencias de esa gente austera, un machete, una red, una fija, una escopeta profundamente oxidada cuyo cañón ya fino como papel solo se mantiene unido a la madera por unas vueltas desprolijas de alambre y una bolsa de arpillera donde se adivinaba una cacerolita vieja y otros pocos utencillos de cocina. No necesitan más en un mundo mágico donde la naturaleza muestra su cara más exótica, exuberante y extraña.
Nos deslizamos cerca de unas botellas plásticas amarillentas tras mil soles flotando en el río sosteniendo el extenso espinel, se agitaban dejando una estela que por un momento nos engaño dándonos la impresión que navegaban río arriba impulsadas por algo misterioso.
Antes de tocar tierra pudimos adivinar una mueca de fastidio en la cara curtida de los pescadores por espantarles los peces sin embargo pronto respondieron al saludo con amables sonrisas donde no abundaban los dientes. Un fuego cercano despedía un humo aromático mientras ennegrecía una pava con agua para el mate. Sentado en un banquito de palos retorcidos, un islero vistiendo solo unos pantalones de tela colchonera rayada, arreglaba con rara maestría su red usando una tablita muy pulida con forma de pez. Imposible calcular la edad de esa cara curtida y arrugada como una uva pasa, podía tener treinta años o cien, ni el mismo sabía cuando había nacido. Decenas de parches diferentes en los pantalones lucían como las medallas de un soldado, testimonio de acciones heroicas necesarias en esa vida salvaje y sobre todo, absolutamente libre. Sin dificultad le arrancamos cuentos del río, peces y animales, algunos reales y otros mitológicos que como el chamamé y el llanto de las palomas en el monte, endulzan la pesca en esos lugares.
Muy cerca, en un banco de arena rubia que se perdía bajo la superficie ambarina de un arroyo había dorados cazando sabalitos y mojarras. Un cardúmen inmenso de mojarras se movía en el agua mientras los dorados atacaban con furia los costados de la falange. Respondiendo a un mando ancestral los pequeños peces giraban en bloque apareciendo y desapareciendo gracias a los efectos ópticos de la luz, desorientando a los predadores que varias veces cayeron en la orilla seca, volviendo al agua con agilidad felina para continuar con la matanza. Tenía atada una mosca que luego se convertiría en la protagonista del día, con colores que imitaban la cola de un dorado. Hice un falso cast soltando línea, otro falso cast soltando más línea y calculando la distancia, entonces lance logrando que la mosca cayera aceptablemente. La tensé con un enérgico movimiento para llamar la atención de los dorados y dejé que la corriente hiciera lo suyo. La mosca nadaba agitando sus plumas en el sitio justo y en el momento en que un dorado decidió comer de nuevo. Una ola en la superficie se produjo cuando nos juntamos para otra batalla. Finalmente tras los acostumbrados fuegos artificiales pude arrimarlo al bote y disfrutar por un momento esa unión con la naturaleza que en mayor o menor medida cada uno de nosotros necesita. La pinza buscó la curvatura del anzuelo y con un rápido giro el dorado ya era libre de nuevo. Por un momento no se movió y lo toqué con la mano disfrutando el contacto con esa criatura que tanto había recorrido antes que nos encontráramos en ese lugar. Un instante después el dorado había desaparecido tan rápido como una tortuga que al mismo tiempo asomó su cabeza de víbora cerca del bote escapando con una velocidad que naturalmente no asociamos con estos animales.
Me apoyé para descansar contra el asiento del bote mirando el agua coloreada por un sol tropical, un agua siempre en movimiento, siempre cambiante. Pensé en la combinación de factores que nos hacen acertar o fallar cuando finalmente lanzamos la mosca al agua. El pescador elige la estrategia guiado por una cronología de hechos del pasado, como el halcón, el leopardo o el mismo dorado. Muchas veces fallamos al reaccionar visceralmente como falla el dorado al atacar equivocadamente nuestra mosca y esos fracasos son los que nos hacen pescar con más determinación. Algo que ha formado parte del ciclo eterno de la pesca desde el comienzo de los tiempos.